Mi hija mayor Alicia, que por entonces tenía seis años, se “enamoró” de un violín de juguete que vimos en un escaparate una tarde que paseábamos por el centro de la ciudad. No le convencieron las alternativas que yo le había propuesto para no comprarle el violín en ese momento.
Esa misma noche, ya metida en su cama, justo antes de dormir, me contó los “cálculos” que había estado haciendo para conseguir el dinero suficiente para poder comprarse el ansiado violín.
El Ratoncito Pérez, cada vez que ha venido a casa a recoger un diente que se ha caído, además de traer un pequeño regalito, siempre ha dejado una moneda de 1 euro bajo la almohada. Acordándose de eso, Alicia me explicó la solución:
– Mami, si se me caen todos los dientes y muelas que no se me han caído aún ¡conseguiré el dinero suficiente para comprar el violín!
Alicia ya atesoraba varias monedas que guardaba en su hucha, pero lo cierto es que todavía no tenía conocimiento ni del valor del dinero y menos aún qué era eso del ahorro y el gasto.